Recuerdo ese jardín escondido al que fuimos, unos días antes de mi partida, a vernos de reojo… bueno, a que yo te viera y asintiera, y a que tú me platicaras que soñabas con el mar, las conchitas y las estrellas, como una niña boba que, para su desgracia, carece de ternura que endulce su inmadurez. Te gustaba más hablar que escuchar, pero tengo que aceptar que siempre me escuchaste muy atentamente cuando hablábamos de ti. Así que, en un acto de mimetismo, mis otros sentidos se desarrollaron. Yo casi no hablaba pero me gustaba mucho verte; tuve que aprender a ver de reojo porque tú te aferrabas a mi brazo y recargabas la cabeza sobre mi hombro, así tragábamos juntos las más horas posibles… hasta que la gangrena hacía lo suyo. Mientras tú hablabas, yo te veía, te olía, efervescía… pero, sobre todo, me controlaba; ejercicio que me convencía que, aunque lo pudiera negar, era un buen cristiano. Lo más excitante era que no pasara nada, que pretendieras que no te interesaba, que me respiraras al oído con el pretexto de decirme un secreto, que te estremeciera una caricia en la espalda y culparas al frío, que el cuerpo fuera solo una sutileza y que el amor existiera… quien sabe donde pero que existiera. Yo sabía que tú sabias y me imaginaba que tú sabias que yo sabía… supongo que ese era el trato. Me fui, regresé, me volví a ir. Ya no supe de ti, y cuando finalmente supe, ya no quería saber; jamás supe qué pensaste tú. Sigo abriendo el correo que te llega… nunca cambiaste tu dirección, yo nunca cambié mis hábitos. Sé que descubriste el jardín escondido con tu nuevo novio… que ya no sientes orgasmos con él pero que lo amas profundamente. Sé que fue mi culpa y ruego que la suerte me siga sonriendo a pesar de mis desplantes. Buscabas a quien amar y yo no sé que buscaba. No compartíamos el idioma, ni teníamos los mismos gustos, ni los mismo intereses, ni las mismas expectativas: era perfecto. Ese departamento blanco, enorme, vacío; ese cuarto blanco, enorme, vacío; esa cama blanca, enorme, con nosotros dos dentro… todavía no recupero el aliento. A veces quisiera decírtelo, quisiera disculparme, quisiera agradecerte… Sigo pensando en ti… como si ustedes fueran la misma persona.
La bolsa roja, la mano negra, el maletín blanco: cooptación, absorción, traición.
Todo el mundo muere, la pregunta es: ¿cómo viviste?, o tal vez ¿cómo moriste? Para mi, hay una sola respuesta y es totalmente clara: peleando contra los cerdos.
Intentaron hacerme comulgar con sus estúpidas ideas burguesas, envueltas en terciopelo rojo y coronadas con aureolas filosóficas: “la vida es absurda, nada tiene valor por sí mismo”, “no hay sino un problema filosófico realmente serio: el suicidio", dijeron. ¿Qué tienen esos gusanos barrenadores que enseñar? Se alimentan de los cerdos, viven de su sangre y se revuelcan en sus excrementos. ‘Extranjeros’ de su propio destino, atados a pesadas rocas por la eternidad, sueñan con un minuto de libertad. Parásitos de los cerdos, evangelistas pederastas, esclavos de sus brillantes ideas y de sus diminutas celdas de prestigio, ¿quieren saber donde está el sentido?: les vamos a quemar la retina.
La libertad es solo posible en la lucha y la condición de la lucha es ser capaz de morir, todo lo demás son chingaderas. Cualquiera que no sepa esto será, ya sea, cooptado, absorbido, o nos traicionará.