miércoles, 10 de diciembre de 2008

Todo sobre mi Padre I

“Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único…”, Juan 3-16. ¿Cuántas noches de mi infancia escuché esa frase antes de dormir?

La pasión por la Biblia me fue inculcada por mi padre. Cada noche, cuando llegaba del trabajo, el olor picante de tabaco de pipa ya impregnado –profundamente- en su personalidad anunciaba su entraba a mi cuarto. Al abrir la puerta, con un gesto serio pero con voz dulce, decía mi nombre a modo de saludo: “José Antonio”, “¡presente!”, respondía yo. Se trataba de un saludo que mi abuelo Benito le había enseñado a mi padre, también llamado José Antonio, y que yo debía de transmitir a mi hijo que –de preferencia- nombraría Miguel. Mi padre se acostaba a mi lado unos minutos para leer la Biblia conmigo mientras, con sus gruesas manos, me acariciaba delicadamente el cabello. Esa rara mezcla de cálido cariño y fría firmeza liberaba en mí una tibia respuesta entre sueños… me oriné en la cama hasta los siete años.


Nuestra relación, aún cuando fue cambiando en el tiempo, siempre mantuvo una clara distancia, símbolo de reconocimiento a las jerarquías padre-hijo; reconocimiento que, paradójicamente, nunca se promovió en mi casa hacia otras figuras –terrenales- de autoridad. A pesar del fanatismo de mi padre por la Biblia, nunca asistimos a la Iglesia, ni a ningún otro grupo religioso. Acudí a una escuela extranjera donde no se celebraban honores a ninguna bandera pero, para sorpresa de algunos tíos del lado de mi mamá, mi obligación era memorizar los poemas de Guillermo Prieto sobre la Patria en lugar del himno nacional. Nada de eso, naturalmente, me parecía extraño en ese entonces, ni me hacía vivir una niñez distinta a las de los demás.


A los 12 años, un sábado después de desayunar, mi padre me regaló mi primer libro político: el Manifiesto del partido comunista. Me dejó la tarea de leerlo todo y comentarle al día siguiente mis impresiones. No era la primera vez que escuchaba hablar del tema, los comunistas y los capitalistas ya eran parte de mi esquemático mundo de caricatura desde hacía varios años: la Unión Soviética vs Estados Unidos, CCCP vs USA, los rojos vs los azules –sencillamente- los buenos vs los malos. En la tele había escuchado hablar de “la guerra de las galaxias” y recordaba un video de rock en el que aparecía un muñeco de Ronald Reagan que, después de levantarse -aún en bata de dormir- apretaba despreocupado un enorme botón rojo, sin voltear a ver por la ventana de la Casa Blanca el champiñón nuclear de fuego que brotaba en el incendiado horizonte. No me quedaba duda de quiénes eran los malos y quiénes los buenos pero, por si acaso, mi reloj conmemorativo de la heroica conquista del espacio por los soviéticos, con la cara de Yuri Gagarin, me lo recordaba cada hora.


“Un fantasma recorre Europa: el fantasma del comunismo”, subrayé esa frase, no podía haber un mejor comienzo… “La historia de todas las sociedades que han existido hasta nuestros días es la historia de las luchas de clases. Hombres libres y esclavos, patricios y plebeyos, señores y siervos, maestros y oficiales, en una palabra: opresores y oprimidos se enfrentaron siempre…”, no sólo no estaba en desacuerdo, me moría de rabia por los abusos cometidos históricamente y sentía la responsabilidad de hacer algo. “Los proletarios no tienen nada que salvaguardar; tienen que destruir todo lo que hasta ahora ha venido garantizando y asegurando la propiedad privada existente”, las cosas se complicaban. Me parecía justo que “los pobres” -como categoría- ya dejaran de ser explotados pero no si eso significaba que me quitaran a la fuerza mi casa o mi rancho, incluso mis ahorros, o sometieran a alguno de mis parientes cercanos. De alguna manera, estaba consciente de que la posición económica de mi familia era mejor que la de muchos y no estaba dispuesto a dejar que los obreros de la fábrica de mi papá se adueñaran de mi espacio y se acomodara una mugrosa docena en mi cuarto. De cualquier forma, la idea de que la justicia estaba con los buenos, con los comunistas pues, me hizo omitir esas partes de los comentarios que le hice a mi padre. Él me escuchó atentamente, como un médico tomando el pulso a su paciente y, sin hacerme observaciones, me despeinó el cabello en un movimiento de simpatía seria.



Desde entonces crecí creyendo que mi padre era comunista. Su educación pública en la UNAM, las obras completas de Engels, Lenin, Trotsky, Mao, Tito y otros libros rojos, algunos cubanos que me decía le había dado un sastre de contrabando porque estaban prohibidos en su juventud, que gravitaban en el librero de su cuarto alrededor de una edición especial de las obras selectas de Marx, me lo confirmaban. Mis dudas comenzaron cuando, en la prepa, abrí un cajón de su despacho y encontré una credencial del PRI con su foto. ¿Cómo era eso posible! ¡Él mismo me había narrado la marcha del silencio en el 68, me había dicho que de pura suerte no había ido el 2 de Octubre al mitin en la plaza de las tres culturas de Tlatelolco! Me costó tres semanas poder hacerle una vaga pregunta indirecta sobre aquella credencial, para recibir una respuesta directa y precisa sin contexto para ser interpretada: “saqué la credencial por hacer un favor”. ¿Un favor a quién? ¿Qué tipo de favores requiere afiliarse al PRI? ¿Por qué la conservaba?


domingo, 7 de diciembre de 2008

Mientras tú trabajas

Confieso que soy una de esas personas envidiadas por los apurados automovilistas que cruzan la Condesa y pasan frente al café Illy, en la esquina de Michoacán y el parque México (no doy autógrafos), cualquier día laboral, a cualquier hora de trabajo (menos el primero de Mayo que descanso en mi casa).

Café express doble macchiato compartiendo la mesa con El Gráfico, periódico amarillista de buen gusto; un acido libro de Heinrich Böll quemándome las manos, una cachucha edición especial “Troy Aikman” de los Dallas Cowboys cubriendo mi rostro de los insoportables rayos del sol y mi suéter de la suerte, negro de cuello en V. Ese soy yo.

Me gusta como combina el café con la leche, me gusta el sabor con una cucharada y media de azúcar; me atraen las fotos sangrientas y el humor negro; amo la acidez de Böll (y dicho sea de paso: odio el pésimo sentido del humor, la falsa sensibilidad y la aburrida originalidad repetitiva de los novelistas españoles contemporáneos: vomito a Javier Marías, a Pérez Reverte… y Milán Kundera, aunque sea checo, nos haría un gran favor si en lugar de escribir, se volviera actor de películas de horror, esa es su verdadera vocación); Troy Aikman es un Dios (sólo comparable con la Coca-cola) y debería de estar en el gabinete del negro Obama (nada contra ese color, siempre visto de negro). Ese soy yo.

Ahora participo en este blog y se me pidió me presentara hablando del amor... Sólo me falta eso del amor… ¿qué se puede decir? Parece que no es bueno cuando se tiene cólera (por ahy hay un libro que lo dice por si lo quieren consultar).

Hasta las últimas consecuencias... Siempre de ustedes.

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